El pueblo libio derrotó a la dictadura de Kadafi
Miles de milicianos y pobladores de Trípoli han tomado la capital de Libia reclamando la caída del dictador Kadafi, quien gobernaba desde hace más de 40 años. La insurrección de los trabajadores y el pueblo libio se inscribe en el marco de las grandes luchas que acabaron con los regímenes de Túnez y Egipto y están golpeando a la dictadura de Siria.
Kadafi, al igual que sus colegas, los coroneles egipcios, comenzó su carrera política durante la década del 70 siendo un dirigente nacionalista burgués. Sin embargo, a través de los años acabó del lado de las multinacionales y el imperialismo europeo, con cuyos líderes pactó la implementación de planes políticos y sociales que les garantizaban la provisión de petróleo.
Impuso estos lineamientos mediante un régimen de terror, asesinando, torturando y encarcelando a miles de opositores. Esto, potenciado por el ascenso obrero y popular que recorre Europa y el Norte del África, provocó el levantamiento armado de importantísimos sectores de la población, que se hicieron fuertes en Bengasi, donde organizaron la ofensiva hacia Trípoli.
En esa ciudad se puso en pie un gobierno provisional, denominado Consejo Nacional de Transición, liderado por Mustafá Abdul Jalil, un ex ministro del régimen de Kadafi, acompañado por otros ex funcionarios del dictador y políticos representativos de distintas fuerzas patronales, todas ellas con posiciones conciliadoras con respecto a los imperialistas y sus multinacionales.
El proceso revolucionario obligó a los imperialistas a intervenir, tratando de impedir que el movimiento de masas pusiera en riesgo sus propiedades e intereses económicos. Para eso trabó relaciones con los políticos del Consejo de Transición e impuso un bloqueo aéreo y bombardeo contra posiciones militares leales a Kadafi.
Inicialmente intentaron imponerle a este una salida negociada, obligándolo a que haga concesiones. Pero su debilidad y la intransigencia de las milicias lo impidió, obligando a los imperialistas a cambiar de orientación, jugándose a la caída de Kadafi mientras ganaban espacio entre las fuerzas opositoras y el movimiento de masas, apareciendo como “garantes de la democracia”.
Los gobiernos de Italia, Francia, España e Inglaterra (con el apoyo yanky) salieron de esa manera a pelear la dirección del proceso revolucionario, tratando de desviarlo, contenerlo y limitarlo. Lamentablemente las organizaciones más poderosas de la izquierda revolucionaria no actuaron con la misma decisión, organizando acciones de apoyo y enviando brigadas para combatir junto a los milicianos libios.
De haber seguido ese camino, similar al que recorrió el pibe neuquino que se fue a pelear a Bengasi, hoy la izquierda estaría en una posición inmejorable para luchar por la conducción de los trabajadores y el pueblo libio, proponiendo la única salida que puede superar la crisis: un gobierno de las organizaciones obreras y populares asentado en las milicias, que expropie a las multinacionales, distribuya equitativamente las riquezas y comience a construir el Socialismo.
Sin embargo, a pesar del terreno ganado por los capitalistas, aún no está dicha la última palabra. Es que la caída de Kadafi no fue provocada por las bombas de la OTAN, que aunque ayudaron no definieron el curso de los acontecimientos. Fue la enorme combatividad del movimiento de masas la que enfrentó y derrotó a una de las dictaduras más salvajes.
Los bombardeos tuvieron un objetivo que iba más allá de la caída del dictador, cuya suerte estaba decidida de antemano: impedir, o al menos diluir el triunfo de la milicia popular, un ejemplo que de ser tomado por el resto de los pueblos que pelean por su liberación puede transformar al norte del África en un nuevo Vietnam… a pocos kilómetros de las principales capitales de Europa.
De acá en más las fuerzas de la OTAN tendrán un problema grave para consolidar su influencia, ya que en Libia, a diferencia de Egipto y Túnez, fue destruida la columna vertebral del régimen, sus fuerzas armadas. Allí no existen más las FF.AA. regulares sino miles de hombres y mujeres armadas, que confían en la posibilidad de imponer transformaciones a través de su movilización y sus fusiles.
El proceso revolucionario libio continúa vigente a pesar de la política del imperialismo y los cipayos que encabezan el Consejo Nacional de Transición. Por lo tanto está planteada la posibilidad de que los trabajadores y el pueblo impongan democráticamente el destino de su país.
Para lograrlo deben acabar definitivamente con los últimos vestigios del gobierno de Kadafi, echar a las fuerzas de la OTAN y pelear, como proponen la Liga Internacional de los Trabajadores y otras organizaciones “por una Asamblea Nacional Constituyente, libre, democrática y soberana, que refunde el país sobre nuevas bases políticas, sociales y económicas, partiendo de garantizar plenas libertades democráticas para el pueblo.”
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