21 de diciembre, en el Hospital de Campaña
Crónica de nuestra compañera brigadista en Kurdistán, que es
la continuidad de la nota escrita en el periódico, denominada “Camino a la
ciudad heroica de Kobane”.
A medianoche me despertaron los estallidos de bombas y
disparos. A la hora, los gritos me hicieron saltar de la cama, pidiendo que nos
levantáramos todos/as. Por lo menos quince combatientes fueron atendidos, el de
mayor urgencia fue trasladado a Suruc y era probable que sobreviviera. El resto,
con lesiones graves, quedaron fuera de peligro gracias a la pericia de los
médicos.
No había pasado ni tres días en Kobane y la actividad en el
hospital era febril. Los combates no cesaban, pero había intervalos de calma.
Por la mañana, si no llegaban las urgencias, se curaban a heridas/os que podían
deambular.
Eran momentos de camaradería, para conocer anécdotas, oír
chistes y canciones revolucionarias. Mientras cortábamos sus vendas, un
miliciano nos mostró una foto de su celular con la imagen de un mercenario del
ISIS muerto, también había tomado sus documentos y una cartera de cuero con más
de 200 billetes de mil de moneda Siria.
Él era muy optimista, decía que las bandas del EI estaban
huyendo y que cuando terminara todo debía quedarme para conocer las montañas
del Kandil. Otra compañera herida en la pierna nos dijo que las YPG/YPJ seguían
avanzado sobre terreno controlado por el enemigo y que el 90% de la ciudad
estaba liberada. Quizá por eso había que esperar la intensificación de los
ataques de ISIS.
No tardé en acostumbrarme a los temblores leves que sacudían
los vidrios rotos de las ventanas y cortinas y a que esto ocurriera,
invariablemente, tras el estallido de una bomba cercana. También a que después
de los estruendos llegaran heridos. Cuando eran graves, los autos y camionetas
que los transportaban hacían sonar las bocinas. Era la señal para dejar todo y
correr al patio con camillas.
23 de diciembre
Me desperté a las 8 hs. Había dormido siete horas seguidas
después de permanecer 36 despierta. A media mañana llegaron dos jóvenes YPJ. La
que a simple vista parecía sentirse mal, fue medicada por una infección
respiratoria. Antes de que se fueran, alguien les dijo de dónde era y cómo me
llamaba.
Me saludaron como se acostumbra entre mujeres, con tres
besos en la mejilla. Pero cuando les mostré el boletín que publicamos en
Argentina sobre ellas, un torbellino de palabras al unísono atrajo la atención
de todos los que estaban alrededor. Querían transmitirme su alegría y asombro
al enterarse de que mujeres de tan lejos difundiéramos su lucha.
Supuse que podríamos haber charlado por horas, de no mediar
la barrera del idioma. Igual se quedaron un rato largo, nos sacamos fotos e
intentamos comunicarnos con gestos. Se despidieron con abrazos y besos. A la
distancia volvieron a saludar con la V de la victoria.
A lo largo del día los disparos e intercambio de
ráfagas se escucharon cada vez más lejos. Sólo tres o cuatro bombas sonaron
hasta el mediodía. Los médicos y enfermeras/os descansaban. Eran héroes y
heroínas, hombres y mujeres con gran valor, capacidad y humildad, verdaderos
hacedores, también, de la epopeya de Kobane.
Cerca de la una de la tarde cayó otra bomba más cerca.
Algunos objetos que estaban al borde de la mesada se precipitaron al suelo y se
escuchó el chirrido metálico de las tijeras y pinzas que se sacudieron dentro
de la bandeja de acero inoxidable.
La urgencia ocurrió a los minutos, los bocinazos advirtieron
la llegada de cuatro heridos de YPG, al más grave la explosión le había
arrancado la mitad del pie derecho. Sobre la ceja izquierda, una esquirla
perforó el hueso formando un hueco del que sangraba abundantemente. Las heridas
se limpiaron y vendaron. No iba a morir porque se pudo parar el sangrado; el
buen estado general y su juventud, hicieron el resto.
A eso de las 15 hs Linda, una vecina, me fue a buscar para
almorzar en su casa, a la vuelta del hospital. Su puerta de entrada era de
hierro y se trababa cada dos por tres, entonces ella tomaba impulso y aplicaba
un golpe tipo Karate con el pie y la puerta se abría de par en par.
Estábamos sentadas sobre la alfombra del pequeño comedor,
terminando de almorzar, cuando un nuevo estallido nos sobresaltó, esperamos,
deseamos que no fueran muchos los heridos.
27 de diciembre, la furia de los ataques de ISIS
El ataque de ISIS empezó a la madrugada y comenzó a arreciar
a la tarde por tres flancos: norte, sur y este. Desde el lado de Suruc el
repiqueteo de disparos fue incesante. Hacia el oeste se podía ver los estallidos
en el aire, parecían pequeños globos negros que se disipaban como nubes,
confundiéndose con el cielo nublado.
Todo indicaba que no sería un día como los anteriores.
Lanzaban bombas y al instante fuego de artillería. Con espacios de minutos
repetían el procedimiento. Los lastimados no tardaron en llegar. Fueron
muchas horas, no sabría decir cuántas, cuatro, tal vez cinco, de ataque permanente.
Después supimos que ese día, además, explotaron dos coches bombas detonadas por
suicidas yihadistas.
El pequeño hospital, con sus dos salas desbordadas por la
cantidad de heridas/os, estaba escasamente iluminado con la luz de un generador
y se había roto la tabla usada de rampa para subir y bajar las camillas. Los
primeros en ingresar fueron dos combatientes YPG que sobrevivieron al traslado,
pese a las graves mutilaciones.
La limpieza y vendaje de músculos, nervios y huesos
arrancados por las explosiones se realizó en cuestión de minutos. El horror de
la guerra concentrado en ese espacio del subsuelo, en un edificio de la ciudad
prácticamente destruida y sitiada por mercenarios armados por las potencias
regionales y el imperialismo, no causaba temor, la mayoría de los ilesos
dejaban a sus camaradas y regresaban presurosamente al frente.
Un guerrillero que permanecía de pie recostado sobre una
pared, mientras sostenía en alto su mano mutilada, cantaba para animar a
todas/os con el rostro cubierto de sangre debido a un tajo en su frente.
Allí, en esos momentos, la inferioridad de armamento no
contó jamás. Las milicias no iban a retroceder, porque preferían la muerte
antes que abandonar sus posiciones. Los anhelos de libertad y todo un pueblo en
pie de guerra para sostener la resistencia y la revolución de Rojava, les
infundían el ímpetu moral capaz de doblegar a las fuerzas más reaccionarias de
la tierra, y eso se podía sentir.
En el transcurso de esas horas los heridos llegaban de a
tres, cinco o más. Ubicábamos a los más graves en las camillas. El resto donde
se podía, en colchonetas y frazadas, sobre el piso, eran cada vez más y de
mayor riesgo. Cuatro guerrilleros, que cargaban en una manta el cuerpo inerte
de un combatiente, no encontraban lugar. Lo acomodaron en el piso, cerca del
pasillo casi sin luz.
Tres golpes en el pecho para reanimarlo fueron suficientes
para constatar su deceso. Sus propios compañeros le cubrieron la cara con el
pañuelo de combate y lo sacaron por el mismo corredor por el que ingresaban a
dos compañeras gravemente heridas.
Mientras eran atendidas, sus compañeros y compañeras
ayudaban con otros heridos sin dejar de hablarles, en medio de otras voces,
gritos y demandas de los médicos para acelerar la atención. El bombardeo se
hacía cada vez más ensordecedor.
No había manera de parar las hemorragias de las jóvenes YPJ,
los médicos intentaban lo imposible para compensarlas de lo contrario no
sobrevivirían al traslado. Otro miliciano, cargado por dos combatientes,
ingresó muerto… ya nada se podía hacer por él.
Esperanza Montaña
A los minutos, nuevos bocinazos advirtieron la llegada de
más heridos/as. Corrí hacia la escalera para ayudar a bajarlos. Con una frazada
usada como camilla, dos milicianos YPG traían a una combatiente, mientras
giraba la cabeza para ver cuántos más llegaban, buscábamos lugar donde ubicarla
y traté de encontrar pulso en la arteria del cuello, no lo sentí. Pudieron
acostarla en el piso, cerca de la puerta.
Uno de los médicos intentó una maniobra, pero desistió de la
segunda… estaba muerta. Era muy joven, su cuerpo adolescente no presentaba
ninguna herida visible, apenas un hilo delgado de sangre corría desde su oído
izquierdo y se perdía antes de llegar al hombro. La onda expansiva la había
impactado de lleno y destrozado por dentro.
A su lado, arrodillado, uno de sus compañeros le sostenía la
mano sin dejar de hablarle. El otro combatiente, el médico y yo no atinamos a
hacer nada. Fueron breves instantes, segundos, en los que esa escena detuvo el
tiempo, paralizándonos, hasta que el médico reaccionó y se puso de cuclillas al
lado del compañero.
Le habló, mirándolo a los ojos, lo ayudó a soltarle las
manos entrelazadas con la mano de la guerrillera muerta, lo incorporó y después
lo tomó del brazo, conduciéndolo hacia afuera. A los pocos días supe el nombre
de guerra de esta mártir, se llamaba Esperanza Montaña. Pude ver las imágenes
de su funeral por la televisión de su ciudad de origen.
Una multitud esperó su ataúd en la ruta y lo cargó a pulso
hasta el cementerio, recorriendo varios kilómetros de distancia. Una de sus
compañeras me dijo que no debería haber muerto. Perdió la vida cuando abandonó
su posición para impedir que cayeran otros combatientes.
La resistencia y el triunfo de Kobane se forjó con actos de
grandeza humanas, con historias de vidas y de muertes heroicas como la de
Esperanza Montaña…
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