martes, 17 de marzo de 2015

Segunda crónica de nuestra brigadista en Kobane: "En el hospital de campaña"

21 de diciembre, en el Hospital de Campaña
Crónica de nuestra compañera brigadista en Kurdistán, que es la continuidad de la nota escrita en el periódico, denominada “Camino a la ciudad heroica de Kobane”.

A medianoche me despertaron los estallidos de bombas y disparos. A la hora, los gritos me hicieron saltar de la cama, pidiendo que nos levantáramos todos/as. Por lo menos quince combatientes fueron atendidos, el de mayor urgencia fue trasladado a Suruc y era probable que sobreviviera. El resto, con lesiones graves, quedaron fuera de peligro gracias a la pericia de los médicos.

No había pasado ni tres días en Kobane y la actividad en el hospital era febril. Los combates no cesaban, pero había intervalos de calma. Por la mañana, si no llegaban las urgencias, se curaban a heridas/os que podían deambular.

Eran momentos de camaradería, para conocer anécdotas, oír chistes y canciones revolucionarias. Mientras cortábamos sus vendas, un miliciano nos mostró una foto de su celular con la imagen de un mercenario del ISIS muerto, también había tomado sus documentos y una cartera de cuero con más de 200 billetes de mil de moneda Siria.

Él era muy optimista, decía que las bandas del EI estaban huyendo y que cuando terminara todo debía quedarme para conocer las montañas del Kandil. Otra compañera herida en la pierna nos dijo que las YPG/YPJ seguían avanzado sobre terreno controlado por el enemigo y que el 90% de la ciudad estaba liberada. Quizá por eso había que esperar la intensificación de los ataques de ISIS.

No tardé en acostumbrarme a los temblores leves que sacudían los vidrios rotos de las ventanas y cortinas y a que esto ocurriera, invariablemente, tras el estallido de una bomba cercana. También a que después de los estruendos llegaran heridos. Cuando eran graves, los autos y camionetas que los transportaban hacían sonar las bocinas. Era la señal para dejar todo y correr al patio con camillas.

23 de diciembre

Me desperté a las 8 hs. Había dormido siete horas seguidas después de permanecer 36 despierta. A media mañana llegaron dos jóvenes YPJ. La que a simple vista parecía sentirse mal, fue medicada por una infección respiratoria. Antes de que se fueran, alguien les dijo de dónde era y cómo me llamaba.

Me saludaron como se acostumbra entre mujeres, con tres besos en la mejilla. Pero cuando les mostré el boletín que publicamos en Argentina sobre ellas, un torbellino de palabras al unísono atrajo la atención de todos los que estaban alrededor. Querían transmitirme su alegría y asombro al enterarse de que mujeres de tan lejos difundiéramos su lucha.

Supuse que podríamos haber charlado por horas, de no mediar la barrera del idioma. Igual se quedaron un rato largo, nos sacamos fotos e intentamos comunicarnos con gestos. Se despidieron con abrazos y besos. A la distancia volvieron a saludar con la V de la victoria.

 A lo largo del día los disparos e intercambio de ráfagas se escucharon cada vez más lejos. Sólo tres o cuatro bombas sonaron hasta el mediodía. Los médicos y enfermeras/os descansaban. Eran héroes y heroínas, hombres y mujeres con gran valor, capacidad y humildad, verdaderos hacedores, también, de la epopeya de Kobane.

Cerca de la una de la tarde cayó otra bomba más cerca. Algunos objetos que estaban al borde de la mesada se precipitaron al suelo y se escuchó el chirrido metálico de las tijeras y pinzas que se sacudieron dentro de la bandeja de acero inoxidable.

La urgencia ocurrió a los minutos, los bocinazos advirtieron la llegada de cuatro heridos de YPG, al más grave la explosión le había arrancado la mitad del pie derecho. Sobre la ceja izquierda, una esquirla perforó el hueso formando un hueco del que sangraba abundantemente. Las heridas se limpiaron y vendaron. No iba a morir porque se pudo parar el sangrado; el buen estado general y su juventud, hicieron el resto.

A eso de las 15 hs Linda, una vecina, me fue a buscar para almorzar en su casa, a la vuelta del hospital. Su puerta de entrada era de hierro y se trababa cada dos por tres, entonces ella tomaba impulso y aplicaba un golpe tipo Karate con el pie y la puerta se abría de par en par.

Estábamos sentadas sobre la alfombra del pequeño comedor, terminando de almorzar, cuando un nuevo estallido nos sobresaltó, esperamos, deseamos que no fueran muchos los heridos.

27 de diciembre, la furia de los ataques de ISIS

El ataque de ISIS empezó a la madrugada y comenzó a arreciar a la tarde por tres flancos: norte, sur y este. Desde el lado de Suruc el repiqueteo de disparos fue incesante. Hacia el oeste se podía ver los estallidos en el aire, parecían pequeños globos negros que se disipaban como nubes, confundiéndose con el cielo nublado.

Todo indicaba que no sería un día como los anteriores. Lanzaban bombas y al instante fuego de artillería. Con espacios de minutos repetían  el procedimiento. Los lastimados no tardaron en llegar. Fueron muchas horas, no sabría decir cuántas, cuatro, tal vez cinco, de ataque permanente. Después supimos que ese día, además, explotaron dos coches bombas detonadas por suicidas yihadistas.

El pequeño hospital, con sus dos salas desbordadas por la cantidad de heridas/os, estaba escasamente iluminado con la luz de un generador y se había roto la tabla usada de rampa para subir y bajar las camillas. Los primeros en ingresar fueron dos combatientes YPG que sobrevivieron al traslado, pese a las graves mutilaciones.

La limpieza y vendaje de músculos, nervios y huesos arrancados por las explosiones se realizó en cuestión de minutos. El horror de la guerra concentrado en ese espacio del subsuelo, en un edificio de la ciudad prácticamente destruida y sitiada por mercenarios armados por las potencias regionales y el imperialismo, no causaba temor, la mayoría de los ilesos dejaban a sus camaradas y regresaban presurosamente al frente.

Un guerrillero que permanecía de pie recostado sobre una pared, mientras sostenía en alto su mano mutilada, cantaba para animar a todas/os con el rostro cubierto de sangre debido a un tajo en su frente.

Allí, en esos momentos, la inferioridad de armamento no contó jamás. Las milicias no iban a retroceder, porque preferían la muerte antes que abandonar sus posiciones. Los anhelos de libertad y todo un pueblo en pie de guerra para sostener la resistencia y la revolución de Rojava, les infundían el ímpetu moral capaz de doblegar a las fuerzas más reaccionarias de la tierra, y eso se podía sentir.

En el transcurso de esas horas los heridos llegaban de a tres, cinco o más. Ubicábamos a los más graves en las camillas. El resto donde se podía, en colchonetas y frazadas, sobre el piso, eran cada vez más y de mayor riesgo. Cuatro guerrilleros, que cargaban en una manta el cuerpo inerte de un combatiente, no encontraban lugar. Lo acomodaron en el piso, cerca del pasillo casi sin luz.

Tres golpes en el pecho para reanimarlo fueron suficientes para constatar su deceso. Sus propios compañeros le cubrieron la cara con el pañuelo de combate y lo sacaron por el mismo corredor por el que ingresaban a dos compañeras gravemente heridas.

Mientras eran atendidas, sus compañeros y compañeras ayudaban con otros heridos sin dejar de hablarles, en medio de otras voces, gritos y demandas de los médicos para acelerar la atención. El bombardeo se hacía cada vez más ensordecedor.

No había manera de parar las hemorragias de las jóvenes YPJ, los médicos intentaban lo imposible para compensarlas de lo contrario no sobrevivirían al traslado. Otro miliciano, cargado por dos combatientes, ingresó muerto… ya nada se podía hacer por él.

Esperanza Montaña

A los minutos, nuevos bocinazos advirtieron la llegada de más heridos/as. Corrí hacia la escalera para ayudar a bajarlos. Con una frazada usada como camilla, dos milicianos YPG traían a una combatiente, mientras giraba la cabeza para ver cuántos más llegaban, buscábamos lugar donde ubicarla y traté de encontrar pulso en la arteria del cuello, no lo sentí. Pudieron acostarla en el piso, cerca de la puerta.

Uno de los médicos intentó una maniobra, pero desistió de la segunda… estaba muerta. Era muy joven, su cuerpo adolescente no presentaba ninguna herida visible, apenas un hilo delgado de sangre corría desde su oído izquierdo y se perdía antes de llegar al hombro. La onda expansiva la había impactado de lleno y destrozado por dentro.

A su lado, arrodillado, uno de sus compañeros le sostenía la mano sin dejar de hablarle. El otro combatiente, el médico y yo no atinamos a hacer nada. Fueron breves instantes, segundos, en los que esa escena detuvo el tiempo, paralizándonos, hasta que el médico reaccionó y se puso de cuclillas al lado del compañero.

Le habló, mirándolo a los ojos, lo ayudó a soltarle las manos entrelazadas con la mano de la guerrillera muerta, lo incorporó y después lo tomó del brazo, conduciéndolo hacia afuera. A los pocos días supe el nombre de guerra de esta mártir, se llamaba Esperanza Montaña. Pude ver las imágenes de su funeral por la televisión de su ciudad de origen.

Una multitud esperó su ataúd en la ruta y lo cargó a pulso hasta el cementerio, recorriendo varios kilómetros de distancia. Una de sus compañeras me dijo que no debería haber muerto. Perdió la vida cuando abandonó su posición para impedir que cayeran otros combatientes. 

La resistencia y el triunfo de Kobane se forjó con actos de grandeza humanas, con historias de vidas y de muertes heroicas como la de Esperanza Montaña… 


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